La tertulia de las diez: «La Soledad y La Imaginación»


Por mediación de El arca de las palabras del blog de Úrsula un nuevo relato para la ya conocida Tertulia de las diez.


La Soledad es buena compañía cuando se está de vuelta de todo en la Vida. El auto aislamiento, en muchas ocasiones, es debido a la experiencia en las relaciones humanas. Estas, no necesariamente, han de ser malas; simplemente, tan aburridas o insatisfactorias, como una rutina más.

Con el paso de los años, Ella ya había desistido de buscar aquello que solo se puede encontrar, y las amistades por interés tampoco eran su fuerte. Laboralmente, su puesto, en el archivo de un sótano, tampoco la traía recuerdos memorables de sus compañeros de las plantas superiores. Estos, estaban más preocupados de conseguir algo frugal y físico, que de sembrar una amistad de verdad.

A punto de jubilarse, ya no le quedaba familia viva que, tuviera trato con ella, o viceversa; por lo cual, sus planes, serian solo suyos. Lo primero seria viajar sin prisa y con pausa, en aquellos sitios, que merecieran más que la típica parada turística . El otro objetivo era dedicar, gran parte de su nuevo ocio, a la única afición; que nunca la había defraudado y, durante tantas horas, había estimulado su imaginación; la lectura.

Con estas dos premisas, descubrió casualmente, a no demasiados kilómetros de su ciudad, menos de una hora en su viejo utilitario, un pequeño barrio marinero. Este, carente de cualquier aliciente turístico, al hallarse entre las típicas villas de la comarca. Un pequeño bar, y un par de lonjas rehabilitadas como apartamentos, era su única oferta hostelera.

Al principio iba algún fin de semana, después llegó a un acuerdo con el propietario y alquiló una de las lonjas a un muy razonable precio mensual. Pasar en ese pequeño poblado, los sábados y los domingos, empezó a ser una sana y gratificante adicción. Allí, podía leer con toda la tranquilidad; tomar algún vino, cuando le apeteciese, en la cantina; o pasear, a solas, por la pequeña cala. Y todo ello, sin tener que soportar a los típicos pelmas o cotillas, de núcleos más poblados.

Entrando el verano, su gran día llego, con una comida por compromiso, se despidió de su vida laboral; de esos superficiales compañeros y compañeras que, todavía se engañaban, buscando aquello que solamente se puede encontrar. Renegoció el alquiler, de su habitable lonja, anualmente, así se enteró que la contigua estaba en su misma situación; y eso, que nunca, había visto a inquilino alguno, entrando o saliendo de la misma.

El pequeño bar servía también de estafeta de correos y, al menos una vez a la semana, dejaban un pequeño paquete, con algún libro, que Ella hubiese pedido. En esta ocasión, al llegar a su hogar, abrió con entusiasmo el sobre acolchado y… Maldición, ese libro ya lo tenía, si lo había leído hace un mes escaso.

Miro la sencilla, pero abarrotada, estantería de libros y, efectivamente, allí estaba su copia, la que Ella ya había leído. Será un error pensó, y por la mañana, ya llamaría para arreglar ese lío. Al día siguiente, después de su habitual paseo por la calita, volvió para desayunar. Luego ya reclamaría su pedido.

Estaba el café recién hecho cuando oyó picar en la puerta, algo totalmente fuera de lugar. Los pocos que por allí pululaban, sabían que ella era bastante reservada y respetaban su intimidad; saludándola, únicamente, por la calle o en la cantina. Al abrir Ella la puerta, alguien; que no iba, precisamente, con uniforme de cartero; portaba un sobre acolchado.

La sorpresa fue mutua, pues a pesar de ser los inquilinos de las dos lonjas, nunca antes se habían visto la cara. Uf, menuda papeleta, pensó ella al empezar a adivinar la situación. Miro de reojo el sobre del aparador de la entrada e, instintivamente, lo giró para ver la etiqueta. No acertaba a disculparse, al ver que su nombre no figuraba como de destinataria. Tuvo que ser, su vivo rubor, quien le enmendara la plana.

El, por su parte, lejos de enfadarse, esbozaba una sonrisa de complicidad y circunstancias. Ahora Ella ya pudo, entre gestos con las manos y algo así como una invitación, decirle a su vecino que entrara a tomar un café. La siguiente media hora, entre cafés y sonrojos alternativos, la pasaron casi sin cruzar palabra.

Lo que sí consiguieron, en esa improvisada y primera cita, fue ponerse de acuerdo a la hora de pedir los libros. Ya no los tendrían repetidos y, como buenos vecinos, podrían compartirlos. De hecho, por las tardes, en la mesa del fondo de la taberna, se les puede oír comentar; con calma o airadamente, al igual que las mareas de la cala; sus respectivas lecturas, saboreando una jarrita del vino de la casa y algo de picar.

La soledad de ambos se había refugiado, en ese apartado y tranquilo poblado marinero, siendo los libros la ventana de sus respectivas imaginaciones. Él había sido vigilante y mantenedor nocturno de los radio faros; ahora, vecino de Ella, a tiempo completo.

De momento, ambos, evitaban buscarse en su paseos por la cala. El día menos menos pensado ya se encontrarían…



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