La tertulia de las diez: «El bosque de las visiones» III y IV


Por mediación de El arca de las palabras del blog de Úrsula un nuevo relato para la ya conocida Tertulia de las diez.


III

Algunos años más tarde, un viajero errante recaló en la aldea. Por su ubicación apartada, casi desamparada, y porque el evitar El sendero de las visiones la hacía todavía más remota. El marinero, que ese había sido su oficio durante cinco años, por la tradición de una subasta similar en su pueblo costero, decidió establecerse en tan recóndito lugar. En contraste de sus casi cinco años de servicio con el capitán más cruel, salvaje y borracho que surcara mar alguno; así, la noche que este cayó por la borda, ayudado por el primer oficial y el timonel, que eran igual de indeseables; el joven marino aprovechó la ocasión, tomando la bolsa de oro del capitán como pago a su esclavitud y nadando, las cinco millas que hasta la costa había, en busca de su libertad.

Seguramente le habrían dado por muerto, en esa aciaga noche de desaparecidos en el mar, pero mejor seria poner tierra firme, de por medio, y asentarse en la aldea menos turística de todo el territorio conocido. Al llegar, lógicamente se enteró de la leyenda muy real, por su muertos y desaparecidos, aunque de cada solamente hubiera uno; pensó que, en caso de tener que salir huyendo, ya tenía claro que camino seguiría.

Diez piezas de oro no es una fortuna, y menos repartiendo entre dos, pero si un pago justo para quien identifique amotinados y ladrones. No se puede permitir que quede ninguno libre, el primer oficial y el timonel dieron el nombre de toda la tripulación, quedando ellos dos como únicos no amotinados junto con el capitán. Salvo los grumetes, condenados a otros cinco años de servicio, el resto de la marinería fue ahorcada, participara o no en el motín.

Los dos oficiales cometieron el error de su vida en la celebración de su inmerecida recompensa. En una taberna marinera, borrachos como cubas, empezaron a atar cabos con el marinero que faltaba, lo mismo que el oro desaparecido del capitán. Y, mutuamente, se echaron la culpa de no haber cogido la bolsa del oro antes de arrojar a su superior por la borda. Los dos alguaciles que lo oyeron, ellos todavía tan borrachos no estaban, consiguieron un galón para su guerrera por la doble ejecución y la posibilidad de otro ascenso si apresaban al marinero desaparecido.

El oro da para lo que da y, aún sin haberlo malgastado ni derrochado innecesariamente. En poco más de dos años, el todavía joven marinero, tenía que tomar la decisión de encontrar trabajo o marcharse a otro lugar a buscar fortuna. El alcalde; que de vez en cuando, sobre todo cuando el recaudador venia a cobrar los impuestos, se ponía al día de algunas noticias máxime si pudieran reportar algún tipo de recompensa; se quedó con la copla del estraño ahogamiento de dos hombres en el mar, en medio de un motín, y la desaparición del oro del capitan, le hizo pensar y pedir más detalles al respecto.

La última moneda, esta, ya solo de plata, sirvió para pagar una cena al joven marinero, una botella de vino y una hogaza de pan para el camino que pronto emprendería. En las tabernas los secretos son voces o ecos que, en un momento u otro, susurran al oído de cualquiera de sus parroquianos. La llegada del recaudador esa noche acompañado de dos alguaciles, para tratar de identificar a un desaparecido dos años atrás por las descripciones de dos oficiales ajusticiados, no dejaba mucho margen de a quien se podrían referir.

El joven se echó el petate al hombro cuando, saliendo por la puerta de la taberna, se cruzó con dos alguaciles y un regordete recaudador que justamente entraban. El primero apretó el paso y los otros fueron al fondo del local donde, con el alcalde, habían quedado. El cacique, para no compartir la posible recompensa, no había comentado con nadie sus sospechas; pero al ver la escena de la puerta y, dando por hecho que el marinero levantaría anclas del pueblo, no pudo evitar gritar a los alguaciles: ¡Es él, es él!


IV

Los dos uniformados, y supuestos representantes de la autoridad, sabedores de su superioridad al disponer de caballos; mientras que su víctima, solo corriendo hasta agotarse, podría huir; decidieron tomar un tentempié, bien regado de vino, antes de salir a capturar al pobre infeliz a pesar del nerviosismo mostrado por el alcalde a su llegada.

Todavía el ocaso no había tomado posesión de la tarde noche y, a lo lejos, todavía algún rayo de luz iluminaba la entrada del bosque. El ruido de los cascos al galope dejaban muy claro que la cacería ya había comenzado y la única salvación para la presa estaría en poder llegar hasta la valla de El sendero de las visiones y, cruzarla, sin mirar para atrás siquiera.

A escasos diez metros de distancia, las pisadas de los caballos, suenan como alma perseguida por el diablo a punto de sentir su aliento en la nuca. El angosto sendero equilibraba un poco la velocidad del perseguido, ya casi exhausto, con el trote de dos caballos bastante más frescos. En un quiebro cerrado, un segundo más de vida ganó el marinero, en la maniobra, los torpes alguaciles, con más vino del debido en el buche, chocaron entre sí sus monturas.

Ahora, por delante hay un tramo recto y algo más ancho. —Aquí me cogerán —pensó el marinero, con el corazón en la boca, manteniendo su carrera más por inercia que por fuerza.

El relinchar de los caballos y los gritos despavoridos de sus monturas, no le hicieron parar, ni siquiera para mirar hacía atrás, al exhausto perseguido. Ya, andando cojeando, el marinero llegó a otro recodo del sendero; tanto los relinchos, como los gritos sin sentido de los alguaciles, se iban quedando atrás, casi lejanos.

Una hora más tarde, la noche ya era tan densa como oscura, el marinero sin fuerzas seguía andando para continuar alejándose de sus perseguidores. Ya no sabía si iba por la senda principal o, en un giro anterior, había tomado un desvío y andaría perdido completamente en mitad de ese bosque. A lo lejos, como un eco muy distante creía oír todavía los gritos desesperados y los relinchos desbocados.

El alcalde no quería dar por perdidas las diez monedas de oro de la recompensa. Montado en su viejo caballo blanco con una linterna de la mano, se adentró al galope por El sendero de las visiones. Creyó tener la suerte de su lado cuando a pocos minutos divisó, gracias al reflejo de su luz, a los dos alguaciles andando llevando del bocado a sus caballos. Estos, seguían muy ofuscados, discutiendo a grito pelado. Al ver aproximarse una blanca luz, como flotando en el aire, y a un espectral caballo, montado por una sombra sin rostro, no dudaron en descargar sendas pistolas a semejante visión.

El alcohol nubla la vista y el resto de los sentidos; pero el miedo, agudiza como un estilete, la puntería, Un tiro en la frente y otro en el pecho acabaron con el alcalde que, antes de caer al suelo, ya estaba muerto de necesidad. La linterna que portaba el cacique se rompió al chocar contra una piedra; y el aceite, al inflamarse, provocó una llamarada que espantó a los tres caballos. El jamelgo blanco, al volverse sobresaltado, coceo a uno de los alguaciles; sonando, la cabeza de este, como una gigantesca nuez recien machacada. El otro camarada de trabajo y borracheras, se quedó enredado de las bridas de su corcel; el animal, que ya estaba más que nervioso, salió a galope tendido arrastrando, botando y rebotando, entre las piedras del camino, a su jinete, sin piedad alguna; hasta que al final, quedo desenganchado de animal, eso sí, con todos sus huesos bien quebrados.


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