La tertulia de las diez: «El reencuentro»


Por mediación de El arca de las palabras del blog de Úrsula un nuevo relato para la ya conocida Tertulia de las diez.


Dicen que las casualidades no existen y cuando van encadenadas seguramente será por algo. Esa mañana, como de costumbre, salí sobre las diez a desayunar. En el paso de cebra, justo delante de la cafetería, pasó una chica caminando que me recordó a alguien lejano en el tiempo; pero no podía ser ella, si acaso su nieta.

Esta ilusión óptica y el recuerdo asociado me mantuvo pensativo todo el desayuno. A la hora de pagar, oí como el camarero hablaba con otro cliente, sobre un coche que se despeñó en el Puente de Sanserin. El nombre de ese lugar me produjo un sobresalto, era el pueblo de aquella chica del instituto. La misma que me pareció ver pasar, por delante de la cafetería, apenas veinte minutos antes.

Al regresar a la oficina lo primero que hice fue buscar información sobre los sucesos. No me costó enterarme de lo acontecido, unas obras en el pretil del puente, una noche lluviosa y con niebla, un camión que pierde el control, y un coche es embestido contra las vallas cayendo al vacío.

En la crónica se decía que la única fallecida era una vecina que regresaba de la capital a su casa. Sus siglas eran Z.Z.Z. y la edad de la difunta exactamente la mía. El estómago me dio un vuelco, y casi acabo devolviendo el desayuno. Un destello en la mente me mostró una imagen casi olvidada, la de Zulema o Triple Zeta como yo la llamaba. En los recreos, entre los cuatro o cinco raros que permanecíamos en la clase, ella era la chica que leía junto a la ventana. No éramos buenos amigos, ni salíamos, ni nada de eso, solamente compartíamos la complicidad de los introvertidos.

Me quedaba por localizar la nota necrológica para confirmar estas impactantes casualidades. Sanserin era un municipio pequeño y, seguramente, me costaría dar con la esquela. Afortunadamente; debía tener un seguro de muerte, de estos que estas toda la vida pagando, donde ellos se hacen cargo de los gastos, cuando finalmente falleces; y en la prensa de la capital localice su esquela.

Al ver aquella pequeña foto, a pesar de todos los años transcurridos desde nuestros recreos compartidos, la reconocí. Esta vez fue el corazón quien, con sus agitados latidos, escenificó mi ansiedad. Las tres zetas de su nombre, la misma edad que yo, su pintoresco pueblo, y claro la foto de la esquela; no dejaban lugar a duda alguna, era Ella.

La información del sepelio decía que, al día siguiente a las diez, sería llevada desde el tanatorio local al cementerio para su cremación. Hice el cálculo del tiempo que me llevaría llegar a Sanserin para despedirme de aquella compañera y cómplice de nuestra inadaptación; en la edad más difícil, esa en la que si no encajas con el resto, la frustración y la depresión ni se acercan a la realidad de como te sientes.

Si agilizaba el papeleo urgente podría salir a mediodía y comer por el camino. Así, con un poco de suerte llegaría a Saserin antes de que cerraran el tanatorio. Allí me enteraría de algún sitio para pasar la noche y por la mañana la acompañaría al cementerio. No me importaba no conocer ni ser conocido por nadie allí, después de más de cuarenta años sin contacto alguno con triple zeta, esta sería nuestra última oportunidad de complicidad.

El jefe no estaba, así que podría salir un poco antes, pero antes le enviaría un correo con la solicitud de asuntos propio para el día siguiente; nunca se sabe lo que puede ocurrir y mejor no complicarse. Apuré todo lo que pude antes de parar a comer algo, terminando el café vi que mi estimación se estaba cumpliendo.

El resto del viaje serian unas tres horas, casi todo por carreteras comarcales, no tenía sentido poner la radio por los continuos desvanecimientos de la señal. Por un lado la recordada nostalgia de aquellos recreos, y por otra parte mi mente analítica recalculando la hora de llegada; era suficiente entretenimiento acompasado con las interminables curvas del trayecto.

Al final me cogió el ocaso, acompañado de una fina lluvia que iba animando con la llegada de la noche. Tampoco quiso faltar la niebla llegando al Puente de Sanserin. Cuando empecé a cruzarlo vi a mi derecha, difuminados por la acuosa neblina, los indicadores de obra y una larga hilera de vallas donde faltaban los quitamiedos. Unos potentes faros, de algún vehículo grande que venía de frente, me hizo apretar las manos sobre el volante.

Al final, bien entrada la noche, conseguí llegar al tanatorio del pueblo. El local solo disponía de dos pequeñas salas, y debían estar a punto de cerrar pues no había persona alguna, ni del establecimiento, ni familiares o allegados del velatorio. Por la mesa de firmas a la puerta, y una corona de flores al otro lado, identifiqué en cuál de las dos debía entrar.

En el interior, una tenue luz alumbraba, unas cuantas sillas vacías orientadas hacía un féretro expuesto en el centro. Yo no soy de ver muertos, siempre lo he evitado, pero en esta especial ocasión tendría que hacer una excepción. Me acerqué despacio, como flotando más que andando, frente al ataúd. Allí estaba ella como si no hubiera pasado el tiempo con sus ojos cerrados.

—Hola, Triple Zeta —la saludé yo a media voz.

—Hola, V —suavemente, como despertando de un sueño placentero, ella me respondió—, te esperaba, sabía que no faltarías a nuestro reencuentro.


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