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Dicky & Ricky «El caso del unicornio desaparecido»

Dicky & Ricky agentes secretos

Para los videntes la observación se basa casi por completo en lo que perciben por los ojos. En mi caso son el resto de sentidos los que me informan de todo lo que ocurre a mi alrededor; bueno, y Dicky mi perro lazarillo, que me avisa por si algo se me escapa. Por eso formamos el mejor equipo de detectives del barrio.

El caso del unicornio desaparecido

Este caso es muy reciente, del final de las fiestas de Navidad en la misma semana de Reyes. Yo no soy un desecho de simpatía y aunque por mis gafas negras me han dicho que parezco interesante también que puedo dar bastante de miedo, por mi forma tan segura de actuar o de hablar, impropia de mi situación. Con eso suelo bromear cuando me presentan a alguna chica. Hasta que no las noto inquietas y hasta temerosas, por estar con un tipo tan raro como yo, no les digo que soy invidente; salvo con una, que de los nervios me plantó un buen bofetón, con el resto la cosa acabó entre sonoras risas.

Desde que voy con Dicky la cosa cambio. Se ve que infundimos confianza, son muchos los niños que se nos acercan para acariciar al perro del chico de las gafas negras. Martina es una niña de seis o siete años, que vive en el portal de al lado, cuando coincidimos a mí me saluda educadamente, pero con Dicky se deshace y nos tenemos que parar un par de minutos para que pueda saciar su efusividad. En Navidad me enseñó el Unicornio que Santa Claus la regalo, lo palpé con cuidado como si estuviera vivo, y aunque parecía de papel la niña todo convencida me dijo que ya nunca no se separaría de él como hacía yo con Dicky.

El viernes del fin de semana anterior a Reyes, al pasar por el portal de Marina después de nuestro habitual paseo de la tarde, me saludo el padre de la niña. Estaba cargando cosas en el coche para pasar el fin de semana en la casa del pueblo y me pidió que esperara un minuto. En menos que eso ya oí a la pequeña correr por el portal para saludarnos, en especial a Dicky. Estaba muy contenta porque vería a sus primos y jugarían con el cachorro que les habían regalado y por eso mismo no se llevaría el unicornio. Martina antes de subirse al coche, después de habérselo insistido la madre más de cuatro veces, al oído como un secreto me dijo que su unicornio vigilaría la casa y a su hermano, que dijo que no podía ir porque tenía que acabar un trabajo para llevar a la universidad.

Ese mismo domingo al bajar la basura a los contenedores de reciclado, los distingo sin problema por la forma de su boca, no echo las botellas en el del plástico ni nada parecido, no como otros que parecen ser más ciegos que yo. Al ir a meter unos cartones en el recipiente para el papel noté que algo obstruía su boca y además con un fuerte olor a vodka. Después de unos segundos, pensado en que asquerosidad podría encontrarme allí, pasé a la acción y recorrí con las manos la entrada del contenedor. El tacto, a pesar del tufo alcohólico me resultó conocido, así que saqué mi móvil e hice una foto. Cuando el clic me confirmo la captura de la imagen le dije a mi smartphone que abriera la última entrada de la galería y que identificara lo que era.

El lunes me hice el encontradizo, sé perfectamente los horarios de mis vecinos y la hora en que Martina con su madre suele ir al supermercado. La verdad es que tuve que dar tres vueltas a la manzana, no soy un reloj suizo, para encontrarme con una desconsolada niña que sollozando nos saludó. La madre me dijo que el disgusto era porque cuando regresaron el dichoso unicornio había desaparecido, como si nunca hubiera existido, y el hermano juraba y perjuraba que no lo había visto, bastante tuvo con poder acabar el trabajo de la Uni.

Al despedirnos ya solo me restaba atar un cabo para resolver el misterio del unicornio desaparecido. Con Jaime, el hermano de la niña, no suelo coincidir, pero es amigo de uno de mi escalera; y yo, me llevo bien con mis vecinos. Michel como un clavo a las dos y diez entraba por el portal, recién había acabado la carrera y estaba de pasante en una firma de abogados. En el ascensor, como quien está al cabo de todo, le pregunté por la fiesta del fin de semana pasado. Le escuché una reprimida carcajada de complicidad al tiempo que me daba una palmadita en el hombro. Solo tuvo tiempo de decirme, que solo eran dos parejas, pero que estaban completamente desmadrados, en el breve trayecto hasta el tercer piso.

El día de Reyes quise cerrar el caso y a la hora del paseo matinal, toqué un timbre del portal de al lado. Pregunté por Jaime y le pedí que bajara un momento para entregarle una cosa. Algo reticente finalmente accedió a bajar. Ya en el portal insistió en parecer extrañado por mi petición, pero su respiración alterada no consiguió confundirme a pesar de su tono de sorpresa. En cuanto le entregué la bolsa, por donde asomaba un gracioso cuerno, se vino abajo su actuación. Como Michel me contó, la cosa se desmadró aprovechando que no estaban sus padres, y sin saber como (o no me lo quiso decir) se empapó el unicornio de su hermana con vodka. Claro, con ese olor, al regresar sus padres se enterarían de la fiesta allí montada. Así que a la mañana siguiente, con una resaca monumental, solo se le ocurrió recogerlo todo y hacer desaparecer las pruebas.

Aunque me costó lo mío quitarle la peste de borracho al unicornio de Martina, con unos días ventilando al sereno y perfumándolo, conseguí que la niña recobrara a su amigo de papel. Por otra parte, yo no soy un chivato y, cierta desmadrada fiesta, seguirá siendo un secreto para los cuatro participantes de la misma, Dicky y este menda. Estoy seguro de que, si algún día necesitara un favor del hermano de mi vecinita, él sabrá agradecer nuestra detectivesca discreción.