VadeReto (ENERO 2022).- «El Cementerio del Indiano»

El Cementerio del Indiano

Poner el nuevo cementerio al otro lado del río no parecía una mala idea. El pueblo había crecido y el pequeño camposanto de la iglesia se había quedado sin un palmo de terreno para algún nuevo inquilino. El Indiano, tal vez para compensar a Dios alguna de sus siniestras y sanguinarias andanzas al otro lado del océano, dono el terreno; así como rehacer, agrandando el puente rústico, para un tránsito de los cortejos fúnebres sin estrecheces.

En los cincuenta años siguientes el nuevo hotel eterno fue reservando plazas con unos cuantos vecinos, incluido el propio mecenas en una suite mausoleo, de buen mármol y artísticos herrajes, más acorde a su riqueza que rango o nobleza. Por su parte, el cura actual también quiso limpiar de viejos huesos el jardín parroquial y, eso sí regateando casi hasta precio de saldo, consiguió que los dos enterradores de la villa trasladaran los restos hasta la esquina norte del nuevo. Y allí, en la más húmeda y sombría zona, se fueran quedando ocultos por el musgo y completamente olvidados.

Para no acabar topando con el clero los dos sepultureros aceptaron la escasa paga, pero ellos también decidieron ahorrar costes quemando los ataúdes y echando todas las mortajas en una fosa común; aunque luego las cruces indicaran otra cosa. Total, en esa fría y húmeda esquina, en pocos años no quedaría nada. Las otras parcelas de la urbanización, lógicamente eran de mayor categoría y eso conllevaba beneficios tanto para el cura como sablazos y propinas para estos lapidarios obreros.

Con lo que no contaron, ni el ministro de Dios ni los dos chapuceros, es que a los muertos de esa orgía huesera no les había hecho ninguna gracia la mudanza. Y no tanto por estar ahora todos revueltos y entremezclados, con el tiempo que ya llevaban finados se habían vuelto bastante frívolos y liberales, como por el cambio de su jardincito soleado a este esquinazo sombrío húmedo y helado.

Llegados a este punto y quedando claro que por sus propios medios no podrían moverse, esta ensalada de huesos, con la unanimidad de todas las falanges allí presentes, decidieron pasar a la acción; haciéndose fuertes como primer paso de su venganza. Para ello se acabaron de descomponer, como habían vaticinado sus enterradores, sirviendo así como fértil abono para cubrirse de una densa vegetación. Al poco una robusta hiedra comenzó, en esa misma esquina, a tomar posesión del cementerio.

Eso era lo que se veía, pero justo por debajo las raíces del arbusto trepador fueron minando todo el terreno llegando incluso hasta el mismo puente por el lecho del río. Y así, sus pretiles de piedra, también empezaron a cubrirse de hiedra realzando más su clásica y rústica belleza. La parte física ya estaba conseguida, ahora vendría el pacto tenebroso de las fuerzas ocultas que harían de aquella estación de almas un lugar maldito para los vivos.

El cura como gerente y albacea de El Cementerio del Indiano en unos pocos años, a costa del ladrillo de los nichos y las parcelas pareadas de dos metros cuadrados, había sacado buena tajada. Estableciendo en Panamá parada y fonda, a buen recaudo, para su merecido diezmo. Los dos peones del camposanto ahora eran promotores de la urbanización último descanso consiguiendo también pingues beneficios a costa de los finados. El acceso a la autovía había revalorizado la villa y ahora, con el aumento del censo, los decesos eran un goteo constante.

Con tanto apogeo y bienestar, para vivos y muertos, ninguno de los implicados se había vuelto a acordar de los expropiados a la fosa común. Así, el otoño de ese fatídico año llegó, y con él las primeras neumonías mortales. Fue en el cortejo de uno de los finados cuando cruzando el puente, la niebla del río habitual en esa estación, al momento se hizo tan densa que hasta el propio cura, en cabeza de la procesión, soltó una para sí un juramento mentando a su Señor.

Aún estando los presentes, tan próximos a su destino, aquella cortina de gélida humedad, impedía la visión más allá de sus propias narices. Por su parte, los dos enterradores, fueron sorprendidos por esa casi opaca presencia dando los últimos retoques al pequeño apartamento recién vendido. Su anterior inquilino, ya sin familia alguna que pudiera reclamar, acababa de ser desalojado y puesto a disposición de la siguiente fogata.

Él cura se acordó sé su divino jefe profanando de nuevo su nombre, esta vez ya murmurándola entre dientes, muy contrariado por no saber ni en que dirección dar el siguiente paso. Una racha, de fuerte y sonoro viento, cargada con las hojas de los árboles del cementerio chocó contra la figura del enojado pastor. Fue como una justa reprimenda de Dios, por la desfachatez de su ministro, al insultarlo así y en mitad de un entierro. Donde las dan las toman pensó el monaguillo que, por estar justo detrás del cura gruñón, del aluvión de las hojas voladoras se libró.

El clérigo iba a subir la apuesta blasfematoria contra su Señor cuando unas imágenes de alargada silueta, ondulantes y sin acabar de definir, se empezaron a vislumbrar entre la espesura de la niebla gracias a su resplandor tan brillante como de espectrales relámpagos. Salvo el alcalde viejo, socio a comisión del cura, que ahora era fiambre de la caja, unos doce acompañantes del séquito, e igual de corruptos que el finado, salieron por patas ante aquellas visiones. Todos ellos, la docena completa de sinvergüenzas, acabaron en entre las piedras del río de cabeza; se ve que con el susto se habían olvidado que seguían todavía en mitad del puente.

El cura no estaba precisamente para correr, del miedo que le vino ante tan espectrales visiones, fue presa de tremendos retortijones que le hicieron defecar hasta la hostia de su primera comunión. Dentro del cementerio a los dos especuladores de nichos tampoco le fue mucho mejor. Aquellas luminosas almas en pena, que parecían bailar la más siniestra de las danzas, les puso también los pies en polvorosa. Igual que dos actores cómicos del cine mudo quisieron bajar de la plataforma, sin ver ni saber donde ponían los pies, para acabar como dos chorizos colgados de los tobillos. Con ambos pies completamente atascados entre los tableros y el armazón del andamio quedaron así a merced de los espectros.

Afuera, el monaguillo había ido reculando con cuidado, porque la peste de la jiñada del cura le estaba dando de mal. Al tiempo que con la mano se tapaba la boca y hasta se la mordía para atenuar su descojono acrecentado al escuchar los alaridos y quejidos que venían del río. Por la forma exagerada de los gritos los doce despeñados solo tendrían magulladuras y algún hueso roto. El muchacho filtrando las voces noto que, aún desacompasadamente, el coro estaba al completo.

La niebla como vino también se fue solo que ahora a telón levantado el escenario mostraba un espectáculo tan ridículo como cómico. Una piara de viejos en el río, más mojados que malheridos chillando como gorrinos; un cura tembloroso, pero con los pies como clavados al suelo, con una cagalera compulsiva; y dentro del camposanto dos enterradores autocolgados, por los pies, de su propio andamio. La patrulla no tardó mucho en llegar gracias a una llamada, anónima por supuesto, acerca de una profanación en El Cementerio del Indiano. El único testigo, que pudo dar cuenta de algo, fue el monaguillo aunque en el relato únicamente menciono la niebla obviando lógicamente las luces espectrales. Los agentes, viendo que a veces se le entrecortaba la voz y no podía ocultar el llanto, dieron por veraz su declaración; la verdad es que lloraba de risa tratando de contener las carcajadas al narrar lo recientemente acontecido.

Aquella noche desde la casa de Uno le contamos a Tres, que sigue en Japón, toda la aventura con todo lujo de detalles. De como Dos preparó los bidones de hielo seco con su propia fórmula para dar esa sensación de niebla tenebrosa, y lo de los láseres remotos que se movían como siniestros hologramas. Uno preparó las trampas escupidores de hojas y yo me encargué de hacer sonar la sirena mecánica trucada que semejaba el ulular de un viento indómito. Cuando llegó la policía lo habíamos recogido todo y nuestro cómplice, primo segundo de Uno aguantando como pudo la risa, fue quien contó lo de la niebla a la policía.

Ha sido una reunión especial de Los Cuatro del CDN, para una causa justa y justificada. El Indiano se tuvo que marchar del pueblo porque quiso hacer las Américas durante La Guerra Civil acusando de traidores a algunos de sus vecinos, para quedarse con sus tierras. Se le fue el asunto de las manos porque el teniente a cargo de la plaza, para ejemplarizar los fusiló sin más juicio o declaración. Después de la guerra el cura, que sabía toda la verdad, devolvió a las víctimas al menos el respeto; sacándolos de la fosa común y enterrándolos junto a la iglesia. El teniente que, por suerte para otros civiles inocentes, no vio acabar la guerra dejo de recuerdo un vástago. La maestra del pueblo, hermana del Indiano, que casualmente se llamaba Rufina fue la madre; y bien fina que era la HDLGP.

Aquel niño, con tan retorcidos genes, acabó siendo el alcalde viejo y cacique hasta el día que murió. La vuelta de su tío El Indiano, tan forrado como buscado en Sudamérica por seguir haciendo de las suyas sin ningún reparo, fue el ejemplo que necesitaba el chaval para acabar de pasarse al lado oscuro. Curiosamente, en esta vieja historia el más honesto fue el cura, que mientras vivió se comportó mucho mejor que los mafiosos del lugar; nada que ver con su sustituto especulador y ladrón.

Claro está que en todas casas se cuecen habas, pero en este pueblo fuera la época que fuera siempre a calderadas. Los bisabuelos o tatarabuelos de Uno y su primo segundo, así como el resto de los fusilados, ahora forman parte de la gigantesca hiedra de la esquina norte de El Cementerio del Indiano. Ahora les dará la luz y el sol como es debido, ya se encargó el chaval de abonar a conciencia la tierra donde reposan los huesos de sus antepasados.

El plan estuvo trazado con calma y sin prisa, después de tantos años el tiempo corría más en contra de los caciques y ya les llegaría su momento. La muerte del alcalde viejo fue la ocasión ideal porque, en el cortejo salvo sus adláteres de igual calaña, no iría nadie más. Tres nuestra Ninja y Hacker informática, desde el lejano oriente, se encargó de la logística soltando miguitas de información anónima para que se empezara a investigar la especulación y chanchullos del pueblo de los antepasados de Uno. Por cierto, el monaguillo ya es un CDN de la sección infantil, Dos le dijo que echara solo una pastilla de su laxante en el café del cura y el cabrón le puso dos y otras dos.