La tertulia de las diez: «La cantinuca de Manón»


Por mediación de El arca de las palabras del blog de Úrsula un nuevo relato para la ya conocida Tertulia de las diez.

Al lado del apeadero del antiguo polígono industrial, Manon vendió su prao, recién calificado como urbanizable y puso una cantina. Después de veinte años con las vacas, todos los días y casi todas las horas del día, prefería, aunque también fuera todo el día,  dar servicio al trasiego de obreros que, en tres turnos, necesitaban un sitio para quitar la sed u olvidar el sueño.

Los buenos tiempos fueron breves, solo unos pocos años, pero bajo ningún concepto Manón volvería con sus hermanos a la ganadería, aunque ahora la leche tuviera un precio casi decente. Lo que ahorro, con la especulación solamente le llegó para comprar en propiedad el pequeño caseto, su cantinuca, y el cuadro de detrás que usaba para huerta.

De malos pasaron a peores los años, su pequeño bar había quedado aislado, al pie de un camino casi perdido entre las bifurcaciones de la autopista. Al final más que clientela fija tenia borrachines asiduos, todos aquellos que sabían que Manón no les negaría un vaso de vino a media tarde, o un carajillo de puchero las noches de relente, aunque fuera gratis. Así era el propietario de la cantinuca, ni bueno ni malo, solamente coherente y sabedor de que, quien lo pasa mal, no precisa de un tabernero huraño y pesetero.

A pesar de los escasos ingresos, a Manón, ser propietario, le permitía subsistir con lo mínimo y los proveedores tampoco le apretaban demasiado sabedores que siempre terminaba pagando. Los parroquianos, por su parte, sabían que allí podían beber para olvidar, para no ser preguntados, o como una parada más en su deambular; pero, fuera lo que fuera, siempre barato.

Una noche, el ruido de una moto dio paso a dos chavales con cascos y sendos machetes a dar un palo a la cantinuca de Manón. Al entrar, sin mirarse siquiera, los cinco o seis vagabundos que estaban en su penúltimo vino, se pusieron de pie como si fueran los mastines guardianes del local. Al momento, se volvió a oír la moto; esta vez, alejarse, para no volver. Manón se enteró después, el hecho le había pillado, en la pequeña cocinilla, haciendo unos bocadillos de chorizo frito para dar de cenar a la clientela de esa noche.

Acostumbrado a los tres turnos de trabajo, en los primeros años de la bonanza del negocio, Manón dividió el almacenillo en dos; dejando, el lado del fondo, como oficina con una mesa y habitación con un camastro. Así que ahora si alguien llamaba a intempestiva hora no se quedaría en la calle y, un café de puchero con un trozo de pan, no faltaría para esa Alma perdida.

En las noches, el televisor con su canal fijo de deportes; la política, la religión y las malas noticias sobraban en la cantinuca; perdía totalmente la voz y una vieja radio de válvulas ambienta el antro con música de orquesta, sí, todavía queda alguna emisora de esas. Aunque parezca un sitio dejado hasta de la mano del diablo, se respeta lo de no fumar pero, se hace la vista gorda, cuando alguien necesitado de echar unas caladas se sienta en la mesa del fondo y fuma con la ventana entreabierta.

Después de cinco años buenos, otros tantos regulares, y cuarenta más, bien malos; Manon sigue en su cantinuca atendiendo como el primer día y, cobrando lo justo, para subsistir como los borrachines asiduos, que no clientes fijos, que lo frecuentan.

 

3 comentarios sobre “La tertulia de las diez: «La cantinuca de Manón»

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