Es curioso que intente resolver, o al menos, llegar a alguna conclusión coherente si relaciono la vida con el tiempo y la edad. Cuando se es joven, y por lo tanto, la actividad y las ganas de hacer cosas (se acaben o se dejen a medias), es uno de los rasgos que más define esa etapa de nuestra vida. Por impaciencia y por tener la agenda completa de sueños, proyectos, deseos, ilusiones (cada uno sabe o recordará las suyas); el tiempo parecía no transcurrir y, los mismos segundos, se nos hacían minutos.
Al cambiar a una edad, digamos intermedia, nuestra agenda y el reloj se sincronizan y parece que nuestras inquietudes están armonizadas con el tiempo; siendo sinceros, también somos menos ambiciosos, en cuanto a número y planeamos a medio plazo; en vez, de hoy para ayer, cuando esperar nos desesperaba.
Ahora, que ya pasamos o estamos acabando esa etapa intermedia de la vida, nos damos cuenta que, por muy tranquilos y poco activos que seamos, no tenemos tiempo para nada; literalmente, las horas son minutos, los días semanas, viendo pasar a las cuatro estaciones del año como si nuestra vida viajara en el AVE.
Qué podemos hacer los que nos encontramos en este sin sentido?
Simple, por muy rápido que nos pase la vida por delante haciéndonos perder la noción del tiempo: «Siempre tendremos la experiencia de lo que hicimos mal, para evitar repetirlo; las buenas sensaciones de lo que nos salió bien, para motivarnos en los momentos difíciles; Y, por supuesto, la nostalgia de lo que echamos de menos, para sentir y saber que seguimos vivos».