Dicky & Ricky agentes secretos
Para los videntes la observación se basa casi por completo en lo que perciben por los ojos. En mi caso son el resto de sentidos los que me informan de todo lo que ocurre a mi alrededor; bueno, y Dicky mi perro lazarillo, que me avisa por si algo se me escapa. Por eso formamos el mejor equipo de detectives del barrio.
Misión perro lazarillo
Desde bien pequeño, yo creo que desde que toque por primera vez un cachorro, quise tener un perro. Cada año por mi cumpleaños o en navidades lo pedía como mi regalo favorito. Siempre mis padres me daban largas para el siguiente año, y con ese engaño comencé antes la escuela. Allí nos dijeron que para nosotros había unos perros especiales que nos podían ayudar para poder valernos solos todo el día sin personas adultas con nosotros, pero que su adiestramiento era muy largo y no todos lo llegaban a terminar. Con las cosas así, nosotros también tendríamos que estar bien preparados, algo que hasta los quince o dieciséis años no seria.
Por cuanto a lo del perro, en mi casa hubo unos años con sus correspondientes cursos académicos, de tranquilidad. Mis notas escolares no fueron precisamente buenas el año que cumpliría los quince, contrastando con la habilidad y sensibilidad de mis sentidos que sí eran de notable alto. Esto último me abría la puerta para ir a un instituto normal el siguiente curso necesitando solo un tutor de apoyo. Todo ello implicaba que para mi pleno desenvolvimiento me acompañara un perro guía. Esta posibilidad de ir a un centro de videntes volvió a poner en la mesa el tema de mi mascota canina, algo de lo que ya me encargue sacando el tema viniera o no a cuento.
Finalmente, seguramente, motivado para la expectativa peluda aprobé el curso sin mayor problema. Ahora venía la delicada fase de convencer a mis padres para ir en septiembre a un instituto no especial. Visto mi repunte en las notas, finalmente me dijeron que se lo pensarían durante el verano. Por su tono de voz, supe al momento que ya lo tenían más que pensado, y se esperarían a mi cumpleaños en julio para darme la sorpresa. Mi hermana, a todo esto no abría la boca sobre el asunto canino, para que yo no la pillara y se delatara a mis expertos oídos.
Y así fue, mi regalo de cumple, estaba en una caja de cartón de un tamaño mayor que el habitual. Nada más levantar las tapas un hocico húmedo rozo mis manos. Ese fue mi primer contacto con Dicky y cada vez que me vuelve a rozar me resulta un eco de ese recuerdo tan especial. En cuanto salió de la caja me apresuré a grabar su aspecto, su tacto y su olor en mi mente; mediano, pelo corto y suave, respiración suave, tranquilo pero amigable. Nada que ver con esos inquietos cachorros que ladran saltan y corren, que lo mismo vienen o se van sin saber como poder echarles mano.
Desde ese momento, tal vez por ser yo Ricky, le puse Dicky de nombre. Mis padres y Lina no pudieron evitar una sonrisilla, pero yo me lo tomé como que les había hecho gracia el que nuestros nombres rimaran. Así quedó el tema y desde ese mismo día empecé con mi perro lazarillo a salir a la calle para ir a acostumbrarnos el uno al otro. Los dos primeros días me acompañó mi hermana, para que mis padres no se pusieran de los nervios, pera al tercero ya conseguí que fuéramos los dos solo sin carabina.
Dicky con el arnés me obedecía, fiel y disciplinado como un bastón mágico, a mis gestos. En cambio, cuando lo llamaba por el nombre, parecía mostrarse completamente indiferente. Tal vez tenía que acostumbrarse a oír su nombre y sería solo cuestión de tiempo. Todos los días, después de recorrer el parque, me sentaba en un banco e intentaba enseñarle órdenes básicas; él siempre me obedecía si primero no decía Dicky. A veces sentía a la gente pasar por al lado y notaba como si se taparan la boca para ocultar sus risas, yo pensaba que era por mi torpeza como adiestrador, pero seguramente con algo tiempo y bastante más paciencia lo conseguiría.
No tuve que esperar mucho, en el tercer día que bajamos solos a la calle mientras yo insistía por enésima vez con mis fallidos entrenamientos verbales, se me acercó una niña y me preguntó por qué le había puesto nombre chico a mi perrita. El calor que de repente me vino a la cabeza, como si esta súbitamente me ardiera, me hizo sentir más vergüenza que aquella vez cuando en el centro comercial me equivoqué de servicio; entrando en el de mujeres y todo decidido, si no es por los gritos de las presentes, casi utilizo su lavabo como urinario.
Aún con ese sofoco noté la presencia de un buen corrillo de gente detrás de esa atrevida niña que no tendría ni diez años. Para ganar tiempo le contesté que hay tanto hombres como mujeres que se llaman Fran, pero no coló y me replico que en la chapa que llevaba la perra seguramente vendría su nombre. Vaya, casi una semana paseando con mi perro lazarillo y ni me molesté en leer lo que ponía su placa, seguramente en braille, ahora sí que me sentía realmente sofocado.
Daina, eso decía la chapa de mi perro. La niña soltó un ajá de satisfacción y el animal no se quedó atrás, puso sus patas delanteras a modo de saludo encima de mis rodillas; a los siete u ocho espectadores de mi ridículo solo les faltó aplaudir para rematar la escena. Yo quería perro un lazarillo, pero nunca indique de que género, esa era la realidad. Así que culpa mía y tuvo que ser Cira con solo nueve años, desde ese día amiga nuestra de pleno derecho, quien me hiciera ver la luz acerca de Dicky.
Al llegar a casa, en vez de echar la bronca a mi familia por ocultarme el nombre real y el sexo de mi perro, ideé un plan para seguir con el engaño hasta que ellos acabaran confesándomelo. En el parque a Daina le daba las instrucciones vocalizando su nombre en bajito y a continuación diciendo Dicky fuerte y claro. La cuestión es que la pobre perra, por aburrimiento o más bien pena hacía a mí, consintió finalmente en obedecer con los dos nombres como si el suyo fuera el de pila y Dicky el apellido.
Casi un mes tardaron mis padres en decirme que mi lazarillo era en realidad perra. Seguramente, cuando a su juicio pensaron que ya estábamos suficientemente encariñados, y no me enfadaría por ello. Yo, después de hacer una magistral interpretación, la de un pobre muchacho invidente cruelmente engañado por sus propios padres y su querida hermana, cambie el registro hacía la ironía y les dije:
«Así que… (pausa dramática) al igual que en la película ¿Victor o Victoria?, Dicky es Daina«. Después de mi falso berrinche, el tenso silencio resultante no se premió con una sonora ovación hacia mi actuación, solamente con una tímida risa contagiosa y por unas ya muy familiares patas apoyadas sobre mis rodillas.
Y sigues sabiendo sacarle jugo a este par de personajes. Me parece genial el hecho de que el perro fuera perra, eso dió para mucho. Muy bien contado y muy agradable la lectura. ¡Saludos!
Me gustaLe gusta a 1 persona
Gracias Ana sigo dando caña a esta pareja me alegro de que te entretenga. El giro del género con el perro me pareció una buena idea darle algo de comicidad 😂🖐
Me gustaMe gusta