El pescador de paz

Cuenta una leyenda de mi pueblo que hace muchos años llegó un forastero, como otros de tantos, a pasar las vacaciones estivales pescando en nuestra hermosa lastra. Una placa de apenas cincuenta metros de roca, casi como un espigón, orientada hacía el ocaso del sol.

El caso es que nuestro forastero, el de la leyenda, iba con su caña y el cesto de aparejos todas las largas tardes de ese agosto a pescar al extremo de la lastra. Para los vecinos, que hacian ese paseo habitualmente, era la novedad y lo obsevaban con curiosidad.

Vieron como cada día que transcurria, su impecable estilo de encarnar y lanzar, se iba simplificando, eliminando pasos del mismo. Primero fue no poner cebo, luego quitar los anzuelos del aparejo; siguio el ir, solamente, con la caña en la mano y dejarla posada a su lado.

El pueblo era pequeño y lo sigue siendo, así que la evolución de su técnica era la comidilla que intrigaba a todos. A eso de la tercera semana, el paseo hasta la lastra era una espectación, con grupos que iban y volvian, para observar nuestro hombre.

En la última semana de ese agosto, ya medio pueblo se pasaba la tarde en la lastra, mirando el horizonte hasta la puesta de sol, rodeando al forastero. El suave rumor del mar era el encargado de romper el silencio del  momento. Al día siguiente, la otra mitad de los vecinos, hacían lo propio.

Hoy, muchos años después, rememoro esa historia, acompañado de mis vecinos. El sol esta a punto de ponerse y, a nuestros pies, el rumor de las olas saluda a La Lastra del Forastero.